Roberto saldría al día siguiente. Sus padres también se habían apuntado al viaje y como viajaban en coche, podía permitirse el lujo de salir unas horas más tarde.
Nacho, Victor y yo afrontábamos un viaje de aproximadamente 24 horas en autobús. El destino, uno de los paraísos del ski en el mundo al que llevaba años deseando ir. Los tres valles en Los Alpes franceses.
Además de cervezas, comida y muchísimas ganas de disfrutar de la estación, yo iba cargado de material que bien podría servirme para conciliar un profundo sueño o como aliciente para alargar y potenciar las ya de por sí aseguradas risas del viaje.
En el viaje de ida, en cada parada obligatoria, en mitad de la noche, después de estirar un poco las piernas, y retirados bajo la luz tenue de una farola, una nube de humo disfrazada del aire húmedo y caliente que salía de nuestra boca en contraste con el aire frío que hacía en el exterior, se elevaba por encima de la farola para perderse en la más absoluta oscuridad.
El efecto era inmediato y antes de que el autobús pudiera incorporarse de nuevo a la autopista yo ya me había entregado a los brazos de Morfeo con una facilidad que impresionaba y generaba envidia a partes iguales a mi amigo Nacho que apenas podía colocar sus largas piernas entre los asientos…¡alguna ventaja tenía que tener ser bajito!
Se trataba de un viaje organizado en el que los guías, unos chicos jóvenes, se desvivían por tener a todos sus clientes contentos. Con nosotros no hacía falta, ya veníamos contentos de serie.
Una vez alcanzamos nuestro objetivo y nos dieron nuestro apartamento y nuestros forfaits, los pobres pudieron descansar tranquilos.
El primer día de ski es siempre especial. Las ganas eran irrefrenables, los nervios nos atenazaban las piernas y las ideas y solo pensábamos en coger el telesilla o la cabina, subirnos al punto más alto posible y lanzarnos esperando que no se nos hubiera olvidado.
Antes de bajarnos del telesilla y de afrontar la primera bajada del día, el mensaje fue claro:
“Chicos, vamos a calentar un poco, nos tomamos esta bajada con tranquili…”
No pude evitarlo, la llamada era más fuerte que mi prudencia y antes de que terminaran la frase yo ya estaba lanzando haciendo giros y gritando:
“¡Me acuerdo, me acuerdo!”
La dopamina disparada se iba desparramando por las pistas en cada uno de los giros en los que iba mirando hacia atrás para verificar que todos venían detrás de mí.
Victor aguantaba bien el ritmo copiando cada uno de mis giros y Roberto y Nacho nos seguían a una distancia prudencial.
En un momento dado, cuando las piernas estaban alcanzando ya una temperatura infernal decidí aminorar el paso. Ya había calentado.
Fue entonces cuando me giré para ver dónde estaban mis amigos y ya no pude ver a nadie. Unos cuantos metros más arriba podía ver a un esquiador en el suelo con un traje con los mismos colores que los de mi amigo Víctor.
Al cabo de un buen rato y con las piernas a fuego después de haber subido como un pato unos cuantos metros de pista, llegué hasta donde continuaba tirado en el suelo.
“Me duele mucho”
“Vamos no me jodas Vic, vamos a bajar y que te echen un vistazo que para eso hemos sacado el seguro médico de la estación”
Menos mal que lo hicimos.
Vic, consiguió bajar hasta el primer remonte donde pudimos hablar con un pistero y en cuestión de unos minutos estaba arropado en una camilla siendo transportado hasta el centro médico con mucho más cuidado del que habíamos tenido nosotros.
Allí le aclararon el alcance de la lesión: fisura en el peroné que se había producido con su propia bota.
Ahí se acabó el ski para él esa semana, pero no para nosotros.
Cada día salíamos prontito y después de disfrutar todo el día en las pistas, regresábamos a casa, donde papá Victor, nos tenía preparada la merienda que devorábamos con avidez. Tras la merienda, ducha, pijama y nos poníamos con la cena. El resultado era siempre el mismo. A las 21:00 habíamos cenado, recogido, estábamos en pijama y nos metíamos en la cama.
A eso de las 21:30, unos nudillos golpeaban cada noche la puerta.
“Soy el guía, vamos a tomar algo con el grupo, ¿os venís?”
“Puff, estamos muy cansados, mejor mañana”.
7 O´Clock
Esa respuesta se repitió día tras día durante toda la semana hasta el día previo a la vuelta a casa.
Ese día decidimos que íbamos a salir.
Y salimos.
Eran las 7 en punto y era tiempo de fiesta.
Quedamos en un bar-discoteca de la estación. Obviamente no recuerdo el nombre, solo recuerdo que había que coger un autobús desde donde estaban los apartamentos hasta la zona de la estación donde estaba la discoteca.
El garito estaba abarrotado y las copas empezaron a caer, una tras otra. Todo lo que habíamos ahorrado durante la semana, lo gastamos esa noche.
Según corría el alcohol por nuestras venas, se iban soltando nuestras extremidades y los bailes tipo invertebrado comenzaron a ser los protagonistas de la noche. Éramos el centro de atención, algunos por su innegable arte para el baile nocturno y otros porque nos daba exactamente igual la imagen que pudiéramos estar dando.
El único que mantenía un poco la decencia era Victor que con su peroné fisurado no era capaz de ejecutar sus famosos pases de baile.
Todo iba sobre ruedas, ya éramos (o nosotros creíamos que éramos) los más populares del grupo, las chicas bailaban con nosotros y nos decían que teníamos que haber salido más días con ellas.
“No sabéis lo que decís”, pensábamos nosotros.
“¿Otra copa?”
“¡¡¡Venga!!!”
Para nuestra decepción, cuando estábamos a punto de ejecutar el baile más ridículo de nuestro repertorio, la música se detuvo y se encendieron las luces de la discoteca.
Estaban cerrando.
En lo mejor de la noche y estaban cerrando.
Están locos estos franceses.
Una vez en la calle y viendo que los guías no tomaban la iniciativa, Roberto y yo, decidimos coger el toro por los cuernos.
Enseguida encontramos un garito abierto y tras consultar al camarero si estaba abierto, conseguimos convencer a todo el grupo de que entrara tras nosotros.
Una vez instalados en el garito con la gente relajada y aparentemente entregada al nuevo emplazamiento, Roberto y yo, viendo de nuevo que los guías no hacían el menor movimiento, decidimos autoproclamarnos guías nocturnos oficiales y comenzamos a hablar con el camarero.
Negociamos un buen precio para las copas y por supuesto, nosotros no pagábamos. Una vez cerrado el acuerdo, me subí al escenario intentando no tropezarme y micro en mano comuniqué el acuerdo a todos los compañeros de viaje, pensando que habíamos cerrado el mejor trato de la historia.
Ninguno mostró demasiada alegría, pero nosotros no fuimos capaces de discernirlo. Al bajar del escenario, después de celebrar internamente que había sido capaz de hacerlo sin esmorrarme en el suelo, me acerqué a Roberto que estaba apoyado en la barra para comprobar como el camarero había llenado una copa del tamaño de una olla express.
A mi no me quedaba ya ni un duro y no tenía muy claro cómo íbamos a pagar esa inmensa copa.
“Whiscola”, me dijo.
“¿Lo has pedido tú?”, pregunté yo.
Jamás, hasta algunos años después, conocí la respuesta a esa pregunta.
Sin saber muy bien cómo ni por qué, la gente empezó a ponerse los abrigos para irse del local. Nuestro acuerdo empezaba a resquebrajarse.
Fue en ese preciso instante cuando se desató la tormenta.
Unos cuántos gritos comenzaron a escucharse en la salida del garito. Pudimos distinguir que los gritos eran en español así que cogimos nuestros abrigos y después de dar un gran trago a esa enorme copa, nos dirigimos hacia la salida.
Estaba todo oscuro y solo podíamos ver al camarero con una navaja en la mano y con un espray de pimienta en la otra, rociando el picante elemento a cualquiera que se atreviera a acercarse a la puerta para salir.
Las cosas habían empeorado en un abrir y cerrar de ojos (sobre todo para los que recibían el chorro de espray). Roberto, Nacho, el cojo Víctor y yo, nos mantuvimos agazapados en un lugar lo suficientemente cercano a la salida para, en el momento en que lo viéramos claro, intentar salir echando patas.
La oscuridad era bastante profunda, hasta que de repente, un hilo de luz entró por la puerta. En ese momento, unos cuantos compañeros decidieron arriesgarse y salir en tromba.
El enfurecido camarero salió corriendo de ellos.
Esa era la señal.
Roberto y yo agarramos a Víctor cada uno de un brazo y salimos al exterior sin ningún rasguño. Los gritos continuaban ahora en la calle, donde los españoles afectados gritaban,
“¡Gendarmerie, gendarmerie!”
Con un rápido movimiento nos unimos a la multitud y nosotros comenzamos también a gritar eso de
“¡¡¡Gendarmerie!!!
“¡¡¡Esto es una vergüenza!!!,
¡¡¡No puede ser!!!,
¡¡¡Gendarmerie!!!”
No recuerdo bien qué pasó después, pero las cosas se calmaron. Lo siguiente que recuerdo es a todo el grupo esperando el autobús que nos llevara de vuelta a los apartamentos, varios con los ojos rojos, y unos cuantos comentando que al día siguiente había que ir a la policía a dar parte de todo.
Al llegar al apartamento, nos quedamos unos cuantos en el hall del mismo comentando lo que había pasado. Poco a poco la gente fue desfilando hacia sus apartamentos, hasta que nos quedamos nosotros cuatro y cuatro chicas.
Parecía que por fin las cosas se iban arreglando y la noche volvía a remontar. Yo aproveché ese momento para intentar suavizar más el momento y con la excusa de que necesitaba relajarme después de tremenda experiencia, llené aquel hall con un agradable y dulzón olor.
El ambiente era perfecto, los astros nos sonreían por fin, y la conversación fluía relajada como el humo que se escapaba entre mis dedos.
En mitad de la conversación, surgió uno de esos extraños silencios que lo llenan todo, un silencio que casi podía cortarse con un cuchillo.
No fue un cuchillo precisamente lo que rompió ese silencio.
Todos lo escuchamos y todos supimos qué significaba.
PRRRRRR, PON, PON…PON, un gran pedo resonó por aquel aire viciado del hall.
Inmediatamente después de el último PON, la voz de Víctor se escuchó alta y clara:
“Upps, aquí hay uno que se va dormir.”
Tres carcajadas irrefrenables, sonoras e incontroladas, salieron desde lo más profundo de nuestros seres acabando con toda la magia que habíamos conseguido crear o al menos la que nosotros creíamos que habíamos creado.
“Qué guarro”, exclamaron al unísono nuestras momentáneas acompañantes.
“Nos vamos”. Esta última frase más bien la intuimos porque no podíamos parar de reír.
Arrastrándonos por los pasillos por las risas que nos provocaban dolores abdominales, conseguimos dar con nuestro apartamento para tratar de dormir un par de horas antes de afrontar de nuevo el viaje de vuelta.
En el autobús todas las conversaciones giraban entorno al mismo tema. Víctor, Nacho y yo cogimos los asientos que nos permitieran pasar desapercibidos escondiendo detrás de nuestras gafas de sol la poca vergüenza que nos quedaba y con muy pocas horas de sueño y una gran resaca, afrontamos el viaje más largo de nuestras vidas.
Mientras, Roberto dormía plácidamente en en asiento trasero del coche de sus padres soñando con esa gran copa y el camarero era interrogado por la Gendarmerie.
Eran las 7 en punto y era tiempo de fiesta…
Get Out
Ohh Ya Ya
Come On
Wooo
Well It Was 7 O Clock
When She Let Me In
She Said Tell Me Son
What’s Your Kind Of Thing
I Go Wooo Hooo Ya
Wooo Hooo Oh Ya
Through Back Her Hair
She Looked And Smiled Ya
I Need Some Company
For A Little While
I Go Wooo Hooo Ya
Wooo Hooo Oh Ya
Wooo Hooo
She’s Just A Sweet Little Thing
But I Like The Way She Dances
When She Get’s You By The Hand
And She Give’s You All Ya Ya Ya Ya
Oh It’s 7 O Clock
Time For A Party
And I Know What I Wanna See
It’s 7 O Clock
Time For A Party
And I Know What I Wanna See
Oh Ya
Come On
I Used To Love Her
But She Turned Me Away
She Couldent Take Me
For Another Day
I Go Wooo Hooo Ya
Wooo Hooo Oh Ya
Love Her Once
And She’ll Love Ya Twice
She Got A Hold Of My
Dirty Device
I Go Wooo Hooo Ya
Wooo Hooo Oh Ya
Wooo Hooo
It’s 7 O Clock
Time For A Party
And I Know
What I Wanna Feel
It’s 7 O Clock
Time For A Party
Just Come Come Up And See Ya
Ohhh Ya
Come On
Me parto de risa solo imaginadoos!!! Aunque esa historia ya la había oído leerlo
Escrito le da un toque mucho más cómico. ¡Qué buenas esas risas con dolor abdominal!
¡Pues ya lo dijo Dios, no sólo de pan vive el hombre, jajajaja! Estas anécdotas festivas son un filón, además lo bueno que tienen es que con las normales lagunas mentales de cada uno de los/las que las vivió, cuando se rememoran siempre salen distintas versiones y detalles desconocidos para el resto… ¡Esto es un álbum de fotos escrito para la posteridad, vamos! ¡Gracias, crack!