¿Cuál fue tu primer lugar en el mundo?
Yo lo descubrí o más bien me lo regalaron, cuando tendría unos 13 ó 14 años. La posibilidad de hacer obra en la buhardilla y de ahí sacar tres habitaciones era algo que rondaba la mente de mis padres desde que nos mudamos. Todos lo sabíamos, pero nos parecía algo inalcanzable, hasta que conseguimos alcanzarlo.
Recuerdo cuando empezaron a picar el techo para meter la escalera. Primero una simple estructura de metal a la que se le irían añadiendo primero una rampa y a continuación, encima de esa rampa, los escalones que dirigían al cielo.
Un cielo en aquellos momentos lleno de polvo, ladrillos, herramientas y cemento. Un cielo maravilloso. Un cielo que me permitía visualizar con precisión en mi imaginación lo que iba a ser mi espacio. Mi zulo, mi universo.
Imagino que la espera se me hizo eterna. Días enteros viendo los avances. ¿Cuándo van a poner la moqueta? ¿Y los armarios? La mía que no la pinten, quiero entrar yaaaaa.
Hasta que llegó el gran día. El día que, por fin, pude tumbarme en la cama recién comprada y dejar la carpeta forrada con fotos de todos mis héroes encima de la mesa recién comprada. Una silla y una lámpara de pie de color rojo completaban todo el mobiliario de aquel paraíso terrenal.
Tumbado en la cama, miraba hacia aquellas paredes y hacia el techo que caía encima de mí.
Miraba e imaginaba. Imaginaba una historia para cada uno de los rincones de la habitación todavía de un blanco inmaculado.
Miraba las paredes, el techo, la ventana y volvía a hacerlo. Una y otra vez, como tratando de familiarizarme con cada centímetro, anticipándome a cada una de las aventuras que me quedaban vivir entre esas cuatro paredes y el techo que caía encima de mí.
Era la primera sensación de independencia rozada con las yemas de los dedos. Un olor, que separaba la infancia de la adolescencia y que se mezclaría con melodías cantadas a pleno pulmón, dominaba toda la nueva habitación mientras mi cerebro lo guardaba bien dentro, en el archivo de olores inolvidables, junto con el bizcocho de mi abuela y el olor del fracaso que ya asomaba en algunas ocasiones, cuando sacaba el boletín de notas.
Y volvía a repasar cada una de las paredes siguiendo una misma ruta que hacía cada vez más grande mi gozo. Aquel espacio, pequeño espacio, era mi mundo, mis murallas, mis reglas, dentro era el Rey, el héroe de la película, el que se llevaba a la chica de tus sueños, el que salvaba al pequeño extraterrestre perdido, el que perseguía el tesoro de Jack el tuerto, el que ganaba la final del mundial con un triple en el último segundo, el que no sabía que algún día se convertiría en escritor y hablaría de ese olor que ocuparía un lugar importante entre líneas inventadas y recordadas.
Allí podía ser yo mismo. Tan perfecto y tan incompleto. Tan entregado como reservado. Tan apasionado como discreto, tan inexpugnable y tan indeciso, tan decidido y tan temeroso. Tan asustado y tan imprudente.
Todas esas capas de mi mismo quedaron impregnadas en esas paredes justo en ese momento en el que disfrutaba de ellas por primera vez. Mis alegrías, mis miedos, mis dudas, mis llantos, mis gritos se mezclaron con el yeso de las paredes y con la pintura blanca ejerciendo un conjuro de total impunidad dentro de mis murallas.
Allí era yo. Allí crecería, soñaría, imaginaría, sufriría y viviría momentos que irían formando los cimientos de mi mismo. Unos cimientos sólidos heredados y aprendidos en casa fueron la base para que yo pudiera ir añadiendo nuevas estructuras a mi gusto, sin importarme demasiado la estética de la misma, pero preocupado al máximo por su comodidad y porque dentro siempre hubiera una canción que calentara el alma.
Y esos días, y ese minúsculo espacio en el que cabían infinitas emociones y temperaturas extremas, forman aún parte de mi y de mi manera de ver la vida.
Y he vuelto a experimentarlo.
Sí, cuarenta años después, he vuelto a experimentarlo. Y, además, he podido hacerlo como si tuviera exactamente trece años. Así lo he vivido, así lo sentido, así lo he esperado, con los ojos de un niño de trece años que se da cuenta que quiere crecer y que un mundo asombroso está ahí fuera esperando ser conquistado.
Desquiciante, así podríamos denominar a mi semana pasada. El lunes llegué a casa a las 5:30 de la madrugada después de dos días de dirección de carrera. No tenía demasiado tiempo porque por la mañana venían a levantar un muro en casa, en concreto dos muros, para cerrar lo que era mi antiguo despacho y sacar de ahí una habitación para el segundo.
El proceso no ha sido largo, pero ha durado lo suficiente como para desestabilizar ligeramente el plan de ruta familiar, así que hemos tenido que regresar a la vieja técnica de la improvisación para ir resolviendo problemas según aparecían.
Cada día, el nuevo rey de mi minúsculo despacho, llegaba expectante del Instituto para ver cómo habían avanzado ese día en su habitación, su zulo, su universo.
Y yo le miraba la cara, el brillo de los ojos era familiar, reconocible, yo mismo lo había portado años atrás. Sabía exactamente qué estaba pensando en cada momento, conocía cada una de las reflexiones que cruzaban por su adolescente cabeza, ya había sentido cada una de las emociones que estaba atravesando él en esos momentos y exactamente con la misma intensidad.
El miércoles la impaciencia sacaba un gran trecho de ventaja a la tranquilidad que había sido agarrada ilegalmente por las ganas, que siempre juegan malas pasadas cuando se descontrolan.
Pero llegó el jueves. Antes de que llegara del Instituto, puse su cama, su edredón y una lamparita encima de la mesa. Ese era todo el mobiliario. Una cama, una mesa y una lámpara.
Y después de comer, se tumbó en la cama y con los ojos abiertos empezó a soñar, exactamente igual que hice yo hace cuatro décadas.
Miraba las paredes, el techo, la ventana y volvía a hacerlo. Una y otra vez, una y otra vez.
Y yo, detrás de la nueva puerta, escuchaba el latido de sus pensamientos y los acompasaba con los que yo tenía guardados en el archivo de vivencias indelebles, imperecederas, cosidas al lado izquierdo del corazón.
Y volví a sentirlo, latiendo fuerte, bombeando la sangre y los recuerdos por cada rincón de mi cuerpo y llenando también cada rincón de esa nueva flamante habitación que ahora se ha convertido en una fortaleza inquebrantable donde crecerán las ilusiones regadas con gotas de sudor, de sufrimiento, con espinas clavadas en todos los lados del corazón y con un brillo en los ojos que le guiará en los momentos que lo necesite y que iluminará a todo aquel que comparta su camino.
Lo sé, le vi el brillo en los ojos y lo reconocí a la primera. Ya está ahí, ahora le toca mirar hacia arriba sabiendo que siempre va a tener unos muros de contención que le alejen del mundo cuando necesite esconderse del mismo.
Y lo necesitará.
Ahora es su momento para empezar a llenar su habitación con los ojos de sus héroes para que le miren desde la pared mientras duerme. Unos héroes distintos de los míos, bastante alejados en el estilo, pero con una misma obsesión, la de emocionar a los otros por medio de la música.
Ha nacido un castillo dentro de nuestro hogar y queremos que sea un castillo abierto a todo el que alguna vez necesite un abrazo, unas risas o un cobijo.
Y junto al castillo, otra fortaleza va abriéndose paso. La desidia se había alojado en sus paredes y, las enredaderas de moho y calcetines desparejados formados por años de abandono, se habían hecho fuertes en los lindes de la misma.
El mayor también reivindica su lugar en el mundo, aunque lo hace de una manera mucho más pausada, tranquila. Él sabe que ya tiene el espacio, que ahora es suyo solo y se toma las cosas con otra velocidad. Una serenidad que compite directamente con sus desatadas hormonas que desembocan de vez en cuando abruptamente en un mar de protestas que terminan perdiéndose entre las arenas de la playa.
Y yo me he quedado sin lugar, sin fortaleza, he sido despojado de mi pequeño espacio y ahora construyo castillos en el aire para alojarme en ellos y compartirlos cada miércoles contigo con la ilusión de ser capaz de hacerte revivir momentos que pensabas olvidados.
Y en esos castillos que compartimos en las nubes me siento a salvo y nadie me escucha, nadie me escucha, nadie me escucha, cantar esta canción.
I’ve got the Dungeon Master’s Guide
I’ve got a 12-sided die
I’ve got Kitty Pryde
And Nightcrawler too
Waiting there for me
Yes, I do, I do
I’ve got posters on the wall
My favorite rock group Kiss
I’ve got Ace Frehley
I’ve got Peter Criss
Waiting there for me
Yes, I do, I do
In the garage I feel safe
No one cares about my ways
In the garage, where I belong
No one hears me sing this song
In the garage
I’ve got an electric guitar
I play my stupid songs
I write these stupid words
And I love every one
Waiting there for me
Yes, I do, I do
In the garage I feel safe
No one cares about my ways
In the garage where I belong
No one hears me sing this song
In the garage
In the garage
In the garage I feel safe
No one cares about my ways
In the garage where I belong
No one hears me sing this song
In the garage I feel safe
No one laughs about my ways
In the garage where I belong
No one hears me, no one hears me
No one hears me, no one hears me
No one hears me sing this song
En el garaje
Tengo la guía del maestro de mazmorras
Tengo un troquel de 12 caras
Tengo a Kitty Pryde
Y Nightcrawler también
Esperándome allí
Sí, lo hago, lo hago
Tengo carteles en la pared
Mi grupo de rock favorito Kiss
Tengo a Ace Frehley
Tengo a Peter Criss
Esperándome allí
Sí, lo hago, lo hago
En el garaje me siento seguro
A nadie le importan mis maneras
En el garaje, donde pertenezco
Nadie me oye cantar esta canción
En el garaje
Tengo una guitarra eléctrica
Toco mis estúpidas canciones
Escribo estas estúpidas palabras
Y amo a cada uno
Esperándome allí
Sí, lo hago, lo hago
En el garaje me siento seguro
A nadie le importan mis maneras
En el garaje donde pertenezco
Nadie me oye cantar esta canción
En el garaje
En el garaje
En el garaje me siento seguro
A nadie le importan mis maneras
En el garaje donde pertenezco
Nadie me oye cantar esta canción
En el garaje me siento seguro
Nadie se ríe de mis maneras
En el garaje donde pertenezco
Nadie me oye, nadie me oye
Nadie me oye, nadie me oye
Nadie me oye cantar esta canción
¡Qué bueno tener tu fortaleza bien edificada sin necesidad de tocarla físicamente!
Suena muy bien eso de…sin saber que iba a ser escritor…oficialmente LO ERES.
Enhorabuena a Unai por su nuevo cuarto, a Ibón por estrenar independencia, y a toda la familia.