No sería capaz de decirte el año, pero casi con total seguridad podría decirte el mes. Septiembre de principios de los 80. Creo que no me equivocaría si dijera que era la primera semana de ese mes.
Mis padres, a los que les gustaba celebrar su aniversario de boda haciendo alguna escapada, me dejaban con mi pequeña maleta para esos cuatro o cinco días en casa de mi Tío Luis.
Tampoco puedo recordar la dirección, aunque a mi mente acuden imágenes de una gran glorieta en la que los edificios parecen estar ligeramente curvados con el lado cóncavo mirando hacia el centro para adaptarse a la forma de la misma. Dentro de la glorieta uno de esos grandes portales señoriales con una moqueta que ascendía serpenteando por las escaleras hasta la puerta de los ascensores. Las imágenes son difusas y soy incapaz de discernir si realmente era así o si mis recuerdos se han fusionado entre ellos de una manera infantil para generar una imagen borrosa que solo se puede ver con el corazón.
No lo sé, no lo sé.
Lo que puedo recordar con absoluta precisión es cómo disfrutaba cuando era cariñosamente depositado por mis padres en aquella casa. Mi Tía Rosa, mis primas Rosa y Mónica y sobre todo mi primo Jose, solamente cinco días más pequeño que yo y un año académico entero siempre por detrás de mí, me recibían con una sonrisa de oreja a oreja y desde ese momento ya sabía que no iba a poder parar de reír.
Quizás era la confianza que habíamos desarrollado por haber sido concebidos prácticamente a la vez y por haber compartido los mismos estados de ánimo de nuestras madres que vivían simultáneamente emociones cargadas de amor.
O quizás también compartíamos el trauma intrauterino de haber experimentado, a través de la placenta conectada directamente al corazón, la muerte de nuestro abuelo un par de meses antes de nuestra triunfal aparición en este mundo.
Solo conocí a mi abuelo a través de fotos y, sin embargo, cuando miraba a mi Tío Luis, casi podía ver a mi abuelo.
Mi tío tenía un aspecto serio con unas cejas pobladas y poco pelo en la cabeza. Un aspecto en cierta manera intimidante, de persona responsable, formal, sensata y cumplidora que en ocasiones podía interpretarse o confundirse con una persona sobria, áspera y severa.
Hasta que pasabas dos minutos con él.
Eso es lo que tardabas en ver asomar una ligera sonrisa que empezaba en sus ojos y se completaba en la comisura de sus labios. Una sonrisa que nacía de muy dentro, de un lugar que, sin darse cuenta, compartió conmigo.
¿Sin darse cuenta?, me pregunto yo ahora.
Ahora tengo la impresión de que en realidad me cogió de la mano y me acompañó hasta aquel lugar para enseñarme que el humor, el hacer reír a los demás, puede defendernos de males que no sabríamos manejar de otra manera. Una defensa construida con risas, chascarrillos, ironías, sarcasmos, y reforzada con carcajadas a modo de almenas infranqueables.
Mi Tío Luis fue la primera persona a la que vi, y disfruté, agarrando las palabras y retorciéndolas para regalarles un nuevo sentido, un sentido del humor, en un proceso sin fin.
Él me enseñó a poner mi mente en modo creativo para conseguir arrancar sonrisas que siempre conseguían aplacar nuestra necesidad de ver felices a los demás.
Ahora sé que todas esas ocurrencias no eran más que una muralla para evitar que otros pudieran mirar más adentro o para evitar que la vida pudiera entrar a arrasar con todo lo que guardaba allí.
Yo sé lo que yo guardo bajo esa muralla, pero ya nunca podré saber lo que guardaba él. Probablemente también compartiríamos maravillosos tesoros y miedos escondidos, de los que no queremos que se sepa nada, pero nunca podré saberlo.
En aquella misma semana de risas y descubrimientos, hicimos un pequeño viaje. Otra vez mi memoria está sumida en una neblina, en un humo denso que no me permite conocer los hechos con exactitud, pero que me permite imaginar o inventar los acontecimientos vividos de la manera que más convenga a mi narrativa a sabiendas de que cualquier viento puede venir y llevarse mi relato para convertirse en una realidad que dejaría de ser mía.
Lo que mi memoria conserva es que fuimos a Numancia, provincia de Soria, a elegir la piedra con la que iban a revestir la casa que por aquel entonces se estaban construyendo para convertirlo en su hogar.
Un hogar mágico con un oasis en el medio y con habitaciones secretas escondidas dentro de armarios encantados.
No podría contarte nada del viaje en coche, que imagino haríamos hacinados en el asiento trasero mis tres primos y yo. Tampoco recuerdo si comimos algo allí, ni si llegamos a visitar sus murallas o las ruinas romanas de la ciudad.
Aire, es lo único que recuerdo.
Muchísimo aire. Un viento que jamás he vuelto a sentir.
Un viento tan fuerte que mis primos y yo jugábamos a comprobar si su fuerza podía sujetarnos. El juego consistía en inclinarnos con la intención de tumbarnos y sentir como el viento nos agarraba en sentido contrario para impedir que cayéramos.
Ese viento lo llevo dentro, muy dentro, un viento que está íntimamente relacionado con mi Tío Luis, mis primos y mi infancia. Un viento que todavía me sujeta para impedirme caer, un viento que de un soplido me transporta hasta momentos felices de mi vida, un viento que me trae risas y una extraña sensación de seguridad que supongo solamente puedes sentir cuando eres un niño.
Un viento que me trae una canción.
Una canción que llegaría años más tarde.
Una canción, que como siempre, viene estrechamente ligada a un momento. Uno de esos momentos intrascendentes que se quedan fijados de tu memoria con siete notas que lo convierten en eterno.
El hospital.
He ido a visitar a mi abuela Rosa que acaba de ser operada de cataratas. De nuevo me invade la neblina y no sé si fue realmente así, aunque así se quedó en mis recuerdos.

Al llegar allí, me encuentro con mi Tío Luis, que ha aprovechado también la tarde, ¿o quizás era por la mañana?, para ir a visitar a su madre. Al terminar la visita, un “venga, que te llevo a casa” que me llena de felicidad y que además me va a ahorrar una hora y media de transporte público.
Me monto en su flamante nuevo coche, un Audi 1.8 T azul oscuro y comenzamos una animada charla, probablemente interesándose por mis estudios. Yo intento desviar el tema a algún otro que me comprometa menos hasta que una luz roja de un semáforo parece que nos va a traer el primer silencio incómodo del viaje.
Es entonces cuando surge la magia. En la radio empieza a sonar una canción. Ignoro si el éxito es reciente o si es una de esas canciones que sobreviven al paso del tiempo recordando mejores momentos en radio fórmulas nostálgicas.
Alex y Cristina, “Hago Chas y aparezco a tu lado”
Para mi estupefacción mezclada con admiración, veo que mi Tío Luis, el del rictus serio y el ingenio afilado, sube el volumen y se pone a cantar cada una de las estrofas de la canción y por supuesto el estribillo. Cada “chas” lo acompaña con un chasquido de dedos y una mirada cómplice.
Yo, que soy un rockero confeso, admirador de los pantalones de cuero, las melenas y las muñequeras de pinchos (todo completamente prohibido en mi casa), no salgo de mi asombro, pero me niego a acompañarle en su versión de la canción. Yo no canto esas mariconadas.
No importa. La música había vuelto a hacerlo y había convertido un momento anodino e intrascendente en una experiencia personal inolvidable.
Allí estaba yo solo, con la persona que primero me había mostrado el camino del humor y las infinitas posibilidades para retorcer las palabras y sacarlas un jugo dulce en forma de risas, compartiendo un momento exclusivo, único e irrepetible.
Un momento que nadie más vivió, un momento íntimo entre mi Tío y yo, que guardé con delicadeza detrás de mis murallas para que nada ni nadie pudiera arrebatármelo nunca.
Ese fue el único momento que compartimos él y yo, solos, sin distracciones, sin conversaciones cruzadas, sin interrupciones. Un momento que duro poco más de treinta minutos y que poco más de treinta años después sigue intacto en su caja de momentos especiales.
Porque él también fue especial.
Una vez más, necesito levantar mi mirada ligeramente hacia la izquierda para dar luz verde a todos mis recuerdos que comienzan a salir en Santa Procesión hacia la copa de los árboles con hojas ya de color verde esperanza que permiten a cada uno de esos recuerdos ser vividos una vez más para terminar dirigiéndose al cielo al que ahora pertenecen mecidos por un viento familiar.
Recuerdos de risas, de partidas de mus, de piscina, de tardes de finales de agosto con olor a sardinas asadas, de roscón de reyes y chocolate caliente, de vientos que un día se colaron en mí, de consejos nunca dados, pero igualmente aprendidos, de humor, de mucho humor y de un cariño inacabable.
Y ahora solamente necesito hacer Chas para que aparezcas a mi lado, porque sé que eres capaz de entrar en mis sueños, de volar por el cielo y caminar sobre el mar y aunque sé que no te puedo atrapar, también sé con total seguridad que estarás en la próxima risa que consiga arrancar.
Buen viaje Tío Luis y gracias por llevarme a casa.
No soy más que tu, tu fantasía
Tantas veces soñaste que se hizo realidad
Pero lo que tú, tú no sabías
Es que los sueños no se pueden dominar
Cuando crees que me ves, cruzo la pared
Hago ¡chas! y aparezco a tu lado
Quieres ir tras de mí, pobrecito de ti
No me puedes atrapar
Y yo soy capaz de entrar en tus sueños
De volar por el cielo y caminar sobre el mar
Y de pronto hacerme de carne y hueso
Para que tú me puedas acariciar
Cuando crees que me ves, cruzo la pared
Hago ¡chas! y aparezco a tu lado
Quieres ir tras de mí, pobrecito de ti
No me puedes atrapar
Si tal vez tú traes alguna invitada
Si se pone pesada y no te deja en paz
Una mano helada sobre la espalda
Un par de trucos y no vuelve más
Cuando crees que me ves, cruzo la pared
Hago ¡chas! y aparezco a tu lado
Quieres ir tras de mí, pobrecito de ti
No me puedes atrapar
Cuando crees que me ves, cruzo la pared
Hago ¡chas! y aparezco a tu lado
Quieres ir tras de mí, pobrecito de ti
No me puedes atrapar
Quieres ir tras de mí, pobrecito de ti
No me puedes atrapar
Los pelos de punta, Marcos. Qué bonitos recuerdos!!
Qué lágrimas más dulces!!! Gracias por el recuerdo
¡Ahí le has dado! Sólo los olores tienen tanto poder evocador de los recuerdos como la música, y las dos cosas juntas ya son una auténtica máquina del tiempo… Sigues transportándonos con cada uno de tus relatos, amigo, ¡no dejes de hacerlo!
Ah, y felicidades por el día del libro, señor escritor. ☺️
¡Qué grande fue el tío Luis!
Entrañable, divertido, cariñoso…❤️❤️❤️❤️❤️❤️❤️❤️❤️❤️