La Torre Picasso. Arde Bogotá

SÁBADO 8 DE MARZO

¡Qué orgulloso estoy de mi mismo! No te puedes hacer una idea. Quién me ha visto y quién me ve.

Buena manera de empezar, ¿no?

En realidad, no es para tanto.

Es sábado por la tarde, los mayores han salido con sus amigos, las niñas juegan en el salón y yo me he puesto a escribir la entrada de esta semana con ¡cuatro días de antelación!

Me dirás que no es para estar orgulloso. Todo tiene una razón.

El lunes vuelvo a ponerme las botas de montador de tiendas de animales y salgo para Lisboa para pasar toda la semana por distintas ciudades de Portugal y España.

Me aprietan las botas, me hacen ampollas en el alma.

No, en el orgullo no. Estoy muy orgulloso de tener recursos para sacar adelante a mi familia. También lo estoy de que mis hijos lo vean, que aprendan que ganarse la vida no es fácil, que en la vida hay que esforzarse y que más les vale encontrar algo que les llene en su vida.

Que les llene el espíritu, sobre todo, pero también el bolsillo.

Cuando leas esto es probable que yo esté de camino a alguna tienda de una gran compañía a la que le importan bien poco mis sueños, mis problemas y mis reivindicaciones. Ellos solamente quieren el trabajo bien hecho.

Bien hecho.

Rápido.

Y barato.

Y si no nos gusta, buscarán a otros.

Así que más me vale ponerme unos calcetines gordos o tiritas en las ampollas o apretar los dientes y fingir que no me duele. Eso se me da muy bien.

Cuanto más me aprietan más crece mi sentido del humor.

Dientes, dientes, que decía aquella.

Dientes, que es lo que les jode.

Yo no lo hago por joder a nadie. Lo hago porque lo necesito. Necesito reírme, hacer reír a los que me rodean y usar esas risas como bálsamo curativo para las heridas de dentro, las que nadie ve. No hay mejor antibiótico.

Porque, además creo que no solo funciona para mi. Creo que también funciona para los que me acompañan.

A mi lo que me duele es el alma.

De no hacer lo que realmente quiero hacer.

De no estar dónde realmente quiero estar.

De no mostrar lo que realmente quiero mostrar.

No estoy aquí para pelar y conectar cables. Estoy para conectar personas y propósitos. Estoy para bucear en las almas y extraer sus esencias en pequeños botes con tapas de colores tan distintos como únicos.

Estoy para hacer deslumbrar a otros, para que brillen, para ayudarles a que se encuentren, para empujarles desde dentro, apretarles, presionarles el diafragma para que saquen su verdadera voz.

Me siento, cierro los ojos y voy pintando con palabras las imágenes que pasan por mi cabeza, los mensajes que salen de mis tripas y que mi corazón suaviza.

Soy un afortunado, puedo cerrar mis ojos sin miedo a caer en un precipicio porque sé que con tres letras construyo una red que me sujeta y que tengo letras ilimitadas para construir lo que necesite en cada momento para no caer.

Una red, una escalera, un trampolín o una tiza para pintar el cielo.

Una tecla para grabar mi mensaje en ti.

Un puente para cruzar ríos de tinta.

Eso es lo que quiero hacer. Eso es lo que he venido a hacer a este mundo. Ahora lo sé.

Conectar.

Conectar almas. Conectar la tuya con la mía, con la del padre de familia que un día se lanzó a un proyecto para poder ver a sus dos hijos crecer, la de una madre orgullosa del camino recorrido, la de un amigo que lo ha perdido todo y sigue luchando, la de un luchador que dejó su país persiguiendo un futuro mejor, la del que quiere gritar pero el miedo o la vergüenza se lo impiden, la del que quiere cambiar su camino y nunca logra encontrar el momento oportuno, la del que sufre porque sabe que cada día se aleja de su felicidad y no sabe cómo darse la vuelta, la del que sonríe porque sabe que la vida cambia con una racha de viento y la del que no espera nada porque sabe que la vida no consiste en esperar sino en vivir.

Yo sigo buscando ese viento que me ayude a levantar el vuelo, que me suba por encima de las nubes y que me permita ver las cosas desde arriba, que me deje jugar con sus remolinos para sentirme mejor y que consienta en dejarme volver a poner los pies en el suelo sabiendo hacia donde debo dirigir mis pasos.

Escucho el viento gritar cerca de mí, puedo sentir cómo se acerca, me agita por dentro, me asusta, pero sé que debo confiar, que solo debo cerrar los ojos y abrir los brazos, que hace tiempo que aprendí a volar y que solo tengo que dejar que el viento de color amarillo me empuje hacia arriba, agarrarme a su ensortijada cabellera y que me clave sus puñales de verdades que no quiero pero necesito escuchar, para desprenderme de lo que no me aporta y sujetar con fuerza las palabras que retumban en la yemas de mis dedos.

Y los cimientos derribados me preguntan si es que no sirvió de nada.

Y esa duda afilada, se me clava, se me clava y se me clava.

DOMINGO 9 DE MARZO

Por si no lo sabías hoy es el día de la tortilla de patatas y de las albóndigas.

Es solamente un dato que te dejo. Un dato totalmente inútil porque cuando estés leyendo esto será por lo menos miércoles. Por lo menos, porque sé que muchos me dejan para leerme con tranquilidad el sábado por la mañana con un café calentito junto a la cama y olvidándose por unos instantes de todo lo que hay alrededor.

Buena elección para empezar el fin de semana, la verdad.

Hoy he salido a correr por la mañana con los perros. Lloviznaba ligeramente, pero nada molesto. Los caminos por los que suelo ir estaban llenos de charcos y riachuelos que se habían formado por las incesantes lluvias de los días pasados. Nada molesto tampoco.

Algunos conseguía saltarlos, otros bordearlos o pasar de puntillas por encima, y la mayoría, evitarlos.

Los perros unos pocos metros por delante de mi se perseguían entre ellos, saltaban entre las rocas, se metían en cada charco y cantera, saltaban las vallas que delimitan las fincas privadas a los lados de los caminos y volvían para ver si llegaba yo, a un ritmo siempre mucho más lento que el suyo.

Es una sensación curiosa, saber que, a su manera, manteniendo sus propias distancias y sus propias reglas, me siguen absolutamente convencidos. Disfrutan de cada carrera, de cada juego, de cada persecución de conejos mucho más rápidos y astutos que ellos. Disfrutan de esa libertad, de saber que pueden correr sin ataduras siempre y cuando me sigan a mi.

Es exactamente como me lo imaginaba cuando hace ya casi dos años nos planteamos traernos a los dos desde su hogar en las montañas de los alrededores de Biescas. Eso es exactamente lo que visualizaba cuando los montaba a los dos en el coche de vuelta a Madrid.

Correr nos une, nos acerca, fortalece nuestros vínculos. Nos conecta.

A pesar de la cantidad de pequeños riachuelos que se habían formado por todos los caminos, he llegado hasta prácticamente el final con los calcetines razonablemente secos, el pañuelo, que siempre llevo en la cabeza para que no se me caigan los auriculares, completamente empapado, y con la membrana del chubasquero luchando con todas sus fuerzas para que el agua no accediera a mi cuerpo.

Cuando no me quedaban más de tres kilómetros para llegar a casa, en un giro de 180 grados me he dado de bruces con un auténtico río. Un obstáculo insalvable, un escollo inesperado, una barrera líquida que me ha hecho detener mi carrera.

A los perros no les ha importado demasiado y me miraban con el agua a la altura del pecho sorprendidos por mi bloqueo. Parecían decirme:

—¿Por qué te paras? Es solo agua. ¿A qué tienes miedo?

Tenía la opción de dar media vuelta e ir por otro camino que me hubiera supuesto seis o siete kilómetros extra.

He mirado al río, en la parte central me iba a llegar el agua por las rodillas. La corriente llevaba la suficiente fuerza como para tirarme en algún apoyo desequilibrado en una de las piedras resbaladizas del fondo. He dudado, por un instante he dudado.

Un breve instante.

Pero me he metido en el río hasta las rodillas, me he empapado las zapatillas y los calcetines y he atravesado el inesperado rio, el río que no debería de estar ahí, el río que no esperaba. Lo he superado y los perros me han esperado para ponerse encima de mí locos de alegría cuando he llegado al otro lado.

Los siguientes pasos han sido un chof-chof continuo y un chapoteo constante por todos los charcos y riachuelos que me iba encontrando. Ya no los saltaba o los rodeaba o los esquivaba. Ahora me enfrentaba a ellos, los pasaba por encima, disfrutaba del pie hundiéndose en cada uno de ellos y salpicando miles de gotas de agua a mis piernas ya empapadas que recibían cada charco con una sonrisa necesitada, con un grito de júbilo.

Y eso he aprendido hoy, que los ríos de problemas o de miedos se superan solo si te sumerges en ellos, si te empapas y si pones un pie delante del otro para salir de esa corriente que te hiela el alma y una vez que los has superado aprendes a disfrutar de ellos.

Así de gilipollas somos los seres humanos.

LUNES 10.

Al final no me he ido a Lisboa. Cambios de última hora.

Llevo tres días buscando la canción. Esta es una situación completamente nueva. Tengo el texto escrito, con menor o mayor brillantez. Igual revoluciono el pensamiento occidental o no. No me importa.

Pero no tener canción, ¿cómo puede ser posible? En algún sitio tiene que estar. Debo seguir buscando.

¿Qué sentido tiene el miércoles sin canción?, ¿dónde esta el aprendizaje esta semana? ¿A quién va a llegar el mensaje sin canción?

Y lo más preocupante de todo, ¿por qué no llega?

MARTES 11.

A LAS 11 (de la noche).

La canción había llegado, pero yo no lo sabía.

Lo supe anoche cuando me dormí repasando cada uno de sus versos y me he levantado esta mañana de la misma manera. Una canción que habla de superar obstáculos, ríos de miedo, de incertidumbre. Una canción que habla de avanzar, de derribar muros infranqueables, de intentarlo y de aceptar.

Porque el dolor es también parte de la felicidad, una parte que no queremos mirar, pero que existe, que equilibra y que sobre todo enseña. Así que más nos vale abrazarlo.

Y después de estos días sumergido en mis charcos con los pies empapados tratando de descubrir cómo superar mis propias barreras,

tengo el alma reventada
Y arena en el corazón
Con esta torre derribada
Ahora veo el sol

Amaneceres en la playa
Y un brindis en tu honor
Si la felicidad se escapa
Bailaré con el dolor

Bailaré con el dolor

Voy a escalar
La Torre Picasso
Como un titán
Sin miedo al fracaso

Esquivaré los disparos, la metralla
Las balas y el fuego
Para mirarte, uh-uh
A los ojos de nuevo

Lucen las bengalas
Viajamos hoy de madrugada
Ni llantos ni palabras
Redbull, memoria y mucha agua

Mañana en la mañana
Madrid despertará en llamas
Fruto de esta rabia y de esta juventud
Que ahora me falta

Voy a subir a lo alto
Levantaré tus brazos
Y gritaremos juntos
«Hay que parar el mundo»

El plan está claro, quemar la Torre Picasso
El plan está claro, quemar la Torre Picasso
Hermanas y hermanos, quemar la Torre Picasso
Hermanas y hermanos, quemar la Torre Picasso

Entre los restos del desastre
He descubierto alguna luz
Y esa mirada tan austera
Me parece que eres tú

Los cimientos derribados me preguntan
Si es que no sirvió de nada
Y esa duda afilada se me clava
Se me clava y se me clava

No lo sé
No lo sé
No lo sé
No lo sé

Tengo el alma reventada
Y arena en el corazón
Con esta torre derribada
Ahora veo el sol

Amaneceres en la playa
Y un brindis en tu honor
Si la felicidad se escapa
Bailaré con el dolor

Na, na, na, na, na, na, na, na
Bailaré con el dolor
Na, na, na, na, na, na, na, na
Bailaré con el dolor
Na, na, na, na, na, na, na, na
Bailaré con el dolor
Na, na, na, na, na, na, na, na

No, oh
Bailaré con el dolor

2 comentarios en «La Torre Picasso. Arde Bogotá»

  1. Mi perro y yo calados. De verdad que intentaba disfrutar de la lluvia, pero los dos nos hemos sentido agradecidos al llegar a casa y poder secarnos. Creo que ni él ni yo lograremos librarnos de ciertos miedos. Ánimo!!! Tienes mucho camino recorrido

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