El nacimiento de Jara no vino precisamente con un pan debajo del brazo. A principios del 2018 recibimos una carta de nuestros caseros en la que nos decían que, a partir del siguiente año, el alquiler subiría un 25 %.
Antes de la carta ya habíamos hablado alguna vez con los dueños de la posibilidad de comprar la casa, pero habían rechazado nuestra oferta inicial, bastante raquítica para ser honestos. Siendo realistas teníamos que subir mucho nuestra oferta si queríamos que nos escucharan.
Yo seguía transitando por el pedregoso camino que recorremos todos los autónomos de este país, caminando bajo el sol abrasador, de charco en charco para refrescarnos durante cierto tiempo hasta que, después de mucho andar, conseguimos llegar a otro charquito.
Así andaba yo. Los viajes con el primo Mike empezaban a bajar y en aquellos días también le echaba una mano con el tema administrativo. Recopilar facturas, llevarlas a la gestoría, ayudarle con los trámites para poder entrar en los centros comerciales a trabajar y demás tareas burocráticas. ¿Aburrido? Mucho, pero algo podía facturar. En la agencia seguíamos trabajando, pero, al menos yo, sin una continuidad en los proyectos. Había meses en que había varios para después pasar unos cuantos sin ninguno.
El 2018 fue el último que fui a Pamplona a trabajar en San Fermín. Los últimos años ya había dejado la casa de los primos de Paula y siempre iba a casa de Ainhoa cuya hospitalidad superaba siempre mis expectativas. El ambiente en el restaurante ya no era igual que la primera vez. Intentaba disfrutar de mi trabajo, pero empezaba a notar cierto hastío. Ya no lo hacía porque me lo pasaba bien, solo lo hacía por ganar dinero. Esa sensación y el hecho de dejar a Paula más de una semana, sola con los cuatro niños, fueron razones más que suficientes para que decidiera que, ese, sería mi último año. Incluso también lo fue para el propio restaurante porque, unos meses después, cerraría. Mis años de hostelería habían acabado y colgaba el mandil en una gran plaza como Pamplona. ¡Pobre ingenuo!, otra vez.
Paula seguía siendo la que aportaba la estabilidad económica con su nómina mensual y la estabilidad emocional de toda la familia. Yo me encargaba más de toda la parte operativa que conlleva una casa con cuatro hijos y, de vez en cuando, de aportar algo a las arcas familiares.
La fórmula funcionaba hasta que llegaba alguno de esos imprevistos que te descolocan todo y había que empezar de nuevo. Un incremento del 25 % del precio del alquiler era uno de esos imprevistos que no nos iba a ser fácil superar. Había dos opciones, buscar un alquiler más barato, misión imposible, o plantearnos seriamente la opción de comprar.
Os podéis imaginar cómo nos recibían en todos los bancos. Mis pocas facturas, la nómina media de Paula y el libro de familia hacían que los bancos abrieran sus puertas sin dudarlo, pero hacia afuera, indicándonos amablemente la salida.
Después de varias visitas que nos hacían empezar a perder la esperanza, mi hermano Pichi nos comentó que él daba clases de Squash a una mujer que trabajaba en un banco y que nos la iba a presentar. Cristina, que así se llamaba la alumna, vino a casa, le contamos nuestra historia y nos confirmó que podía hacerse.
La idea iba cogiendo forma y, lo que unos meses antes era una quimera, ahora se convertía en un posible. Faltaba mucho, pero pasábamos de pensar: “Comprar una casa: imposible” a “Y, ¿si…?”
El empujón definitivo vino sobre el mes de junio, cuando los padres de Paula se ofrecieron a ayudarnos aportando lo que el banco no podía darnos. Sin aquella ayuda no hubiéramos sido capaces de nada.
Lo más difícil estaba hecho, milagrosamente íbamos a poder juntar el dinero necesario para comprar nuestra primera casa (y única hasta ahora). Lo que en principio comenzó como una pesadilla fue cambiando hasta que pasó a convertirse en un sueño, un sueño lejano, pero un sueño, al fin y al cabo. Seguimos creyendo y soñando y cada día lo veíamos más cerca.
En el mes de junio, después de muchos papeles con el banco y una vez nos hubieron confirmado que la opción era posible con el aporte extra de los suegros, hablamos con los dueños para decirles que aceptábamos el precio y que comprábamos la casa. Ellos, a su vez, tenían que recopilar toda la documentación necesaria para comenzar con el proceso. Nuestra intención inicial era la de firmar en el mes de junio.
Llegó julio y no sabíamos nada de ellos. A finales de agosto, después de varias llamadas infructuosas y sus correspondientes cabreos, los dueños nos comentaron que tenían ciertos problemas con los papeles y que estaban a la espera de poder solucionarlos cuanto antes para hacer la operación. Mientras, los meses pasaban y nosotros seguíamos pagando el alquiler. Habían pasado tres meses desde que habíamos dado el “Sí, quiero”, pero el anillo no estaba en nuestros dedos y uno de los invitados a la “ceremonia” insistía en que tenía algún impedimento para que se celebrara la misma. Nuestra principal preocupación era que la novia, en este caso el banco, saliera a la fuga o nos impusiera nuevas condiciones.
A finales de septiembre volvimos a hablar con los dueños para informarles que no íbamos a pagar más el alquiler porque su problema con los papeles nos estaba causando un trastorno financiero y emocional. El desgaste de tanto tiempo esperando, pensando que lo tienes cerca pero que nunca llega, empezaba a pasarnos factura y los nervios estaban a flor de piel. No veíamos el día. Además, la novia, de nuevo, empezaba a amenazar con imponer un cambio de cláusulas.
A pesar de todas las dificultades y todos los baches en nuestra relación, unos días antes del puente de diciembre nos apresurábamos, mis suegros, Paula y yo por la calle Goya para llegar a tiempo a nuestra cita con el señor Notario para que diera fe de nuestro amor. Allí nos encontramos con la novia que estaba radiante.
Una vez recibidos y después de las correspondientes firmas, los zumbidos producidos por los mensajes del banco a nuestros móviles verificaban que la operación se estaba realizando correctamente. Cuando acabamos de firmar, revisamos nuestra cuenta en la pantalla para ver, durante cinco segundos, una cantidad que nunca habíamos visto antes en una cuenta nuestra. ¡¡¡Cómo disfruté esos cinco segundos!!! Inmediatamente después, otra vez los zumbidos, esta vez para ver como la cantidad se hacía más pequeña y más pequeña hasta casi desaparecer. Fue bonito mientras duró. Ese día, Paula y yo, volvimos a firmar nuestro matrimonio esta vez con el banco. Nos esperan cerca de 25 maravillosos años por delante.
Esta nueva relación nos comprometía por muchos años con un extraño, pero, a cambio, habíamos reducido nuestros gastos mensuales, al pasar de alquiler a hipoteca, a la mitad de lo que estábamos pagando. De repente nos encontrábamos con menos gastos y con la casa a nuestro nombre. ¡Buena jugada!
Con el poquito dinero que sobró decidimos tirar un par de paredes y poner la casa a nuestro gusto, así que no nos quedó más remedio que hacer las maletas y pasar las Navidades bajo el cobijo de los suegros que, como siempre, nos acogieron con todo el cariño.
No os lo vais a creer, pero la obra se alargó bastante más en el tiempo de lo que estaba previsto hasta que, casi tres meses después, no nos quedó más remedio que conquistar de nuevo el castillo. La casa era un campo de batalla, las herramientas de los operarios se mezclaban con los juguetes de los niños, el polvo campaba a sus anchas por todos los rincones de la casa (ojalá fueran solo los rincones), muchos de los remates finales no estaban hechos (ni lo estarán) pero, al menos, los baños estaban totalmente acabados y eso era lo único que importaba.
Con los niños en el colegio, llevarlos y traerles todos los días desde Las Rozas se convirtió en un gasto de dinero y de tiempo. Además del colegio había que ir a sus entrenamientos de Rugby, encontrar la ropa de cada uno, el peluche de la una, los lápices de la otra, las zapatillas de diario, la caja de legos y el cuento del Osito Tito… un desbarajuste que nos llevó a preferir vivir con una capa de polvo encima, pero más tranquilos.
En esos días, Paula había conseguido enganchar a toda la familia a una serie musical llamada Glee, en la que unos jóvenes de instituto, junto con su profesor, montan un coro. La primera canción que interpretan es el clásico de Journey, “Don´t Stop Believing”.
Este es otro de esos grupos especiales para mí desde que, a los 15 años, ¿adivináis quién?, me grabó una cinta con sus grandes éxitos. La cinta en sí era una Scotch azul de 60 minutos de duración cuya etiqueta de la cara B se despegó quedando solo la mitad donde podía leerse: “eatest hits”.
Esas baladas de amor, esas canciones de desamor y de separación, esos sentimientos tan fuertes llegaban a mí, a través de la música, a una edad quizás demasiado temprana, produciéndome siempre esa sensación de peligro ante el amor. Todos mis héroes musicales decían eso de “Watch out, Love bites” (cuidado, el amor muerde) y yo crecí pensando en que el amor debía ser una especie de campo de batalla donde siempre alguno salía herido.
Quizás esa semilla, sembrada de forma precipitada en mí, hizo que, durante mis primeros años de adolescencia y juventud, tuviera los problemas de comportamiento hacia el género femenino que os he contado hace ya mucho. Si fuera una estrella del rock seguro que ese pensamiento mío ocuparía las portadas de las revistas musicales y también que sería un buen post para mis redes, pero la verdad es que la música no tuvo la culpa, fueron una timidez ingobernable y miedo los que hicieron estragos en mi atormentado espíritu adolescente.
El caso es que todas esas canciones me marcaron y convirtieron a Journey en uno de mis grupos de cabecera. Lo que no sabía por aquel entonces era que esta canción se convertiría unos 30 años después en el himno de mi familia.
Gracias a la citada serie, pero sobre todo gracias a mi ahínco, obstinación o empecinamiento en que mis hijos conozcan la música que ha movido mi vida y, ¿cómo no?, gracias a que es un temazo de esos que te encienden desde la primera nota, todos mis hijos se la saben y la cantan con pasión cada vez que la ponemos.
Los acontecimientos de ese año, en el que un sueño pasó a ser una realidad, nos enseñaron que siempre hay que seguir creyendo, que siempre hay algún camino que podemos tomar para llegar a nuestro objetivo. No se trata, como ya expliqué en una de mis disertaciones filosóficas, de lucha y sacrificio, sino de tesón y saber esperar, de estar abierto, de aferrarte a ese sentimiento y de no dejar de creer.
Y precisamente esa filosofía es la que tratamos de inculcar a nuestros hijos. Que vivan sus sueños, que sepan que les va a costar conseguirlos, pero que siempre intenten hacer lo que les haga felices sin importar el dinero, la fama o el prestigio que puedan conseguir. Que vivan intensamente disfrutando cada día de lo que hacen, ya sea ejerciendo de abogado, creativo, fontanero, futbolista o camarero y que se dejen sorprender por la vida que pega palos, pero también hace crecer flores a tu alrededor.
Les decimos que tienen que mantener bien abiertos los ojos, porque nunca sabrán donde estará escondido el amor de su vida o las personas que los harán reír hasta que les duela la tripa o la oportunidad profesional que mejor se adapte a sus aptitudes. Cuando comience mi siguiente lista “Hundred100” os contaré, a los que quedéis, si me ha funcionado.
A Journey tuve la inmensa fortuna de poder ir a verlos en un concierto en La Riviera, con mi amigo Quique y María que todavía eran pareja. Ya no estaban con su cantante original, Steve Perry, pero disfruté de esa interpretación como de pocas. Cada nota inicial de cada canción me daba un vuelco el corazón y me llevaba, volando, por imágenes musicales hasta mi habitación donde, con 15 años, disfrutaba a todo volumen de su música y de las sensaciones que me provocaba.
Esta canción, cronológicamente, debería haber estado al comienzo de la lista, pero traspasó las barreras del tiempo para volver a tomar protagonismo en mi vida y en la de mi familia. Cada vez que suena en el coche y los niños la cantan a voz en grito y con una sonrisa en los labios, yo evoco esos recuerdos y al mirarlos por el retrovisor, al final del mismo, donde deberían estar mis ojos, puedo entrever, por un segundo, la mirada de ese chico de 15 años que soñaba ser una estrella del rock y que sonríe con la misma felicidad con la que sonrío yo ahora.
Just a small town girl
Livin’ in a lonely world
She took the midnight train going anywhere
Just a city boy
Born and raised in South Detroit
He took the midnight train going anywhere
A singer in a smokey room
A smell of wine and cheap perfume
For a smile they can share the night
It goes on and on and on and on
Strangers waitin’
Up and down the boulevard
Their shadows searchin’ in the night
Streetlights, people
Livin’ just to find emotion
Hidin’, somewhere in the night
Workin’ hard to get my fill
Everybody wants a thrill
Payin’ anything to roll the dice
Just one more time
Some’ll win, some will lose
Some are born to sing the blues
Whoa, the movie never ends
It goes on and on and on and on
Strangers waitin’
Up and down the boulevard
Their shadows searchin’ in the night
Streetlights, people
Livin’ just to find emotion
Hidin’, somewhere in the night
Don’t stop believin’
Hold on to that feelin’
Streetlights, people
Don’t stop believin’
Hold on
Streetlights, people
Don’t stop believin’
Hold on to that feelin’
Streetlights, people
Sólo una chica de pueblo
Viviendo en un mundo solitario
Tomó el tren de medianoche para ir a cualquier parte
Just a city boy
Nacido y criado en el sur de Detroit
Tomó el tren de medianoche que va a cualquier parte
Un cantante en una habitación llena de humo
Un olor a vino y perfume barato
Por una sonrisa pueden compartir la noche
Sigue y sigue y sigue y sigue
Extraños esperando
Arriba y abajo del bulevar
Sus sombras buscando en la noche
Las luces de la calle, la gente
Viviendo sólo para encontrar la emoción
Escondiéndose, en algún lugar de la noche
Trabajando duro para conseguir mi relleno
Todo el mundo quiere una emoción
Pagando lo que sea para tirar los dados
Sólo una vez más
Algunos ganarán, otros perderán
Algunos han nacido para cantar el blues
Whoa, la película nunca termina
Sigue y sigue y sigue y sigue
Extraños esperando
Arriba y abajo del bulevar
Sus sombras buscando en la noche
Las luces de la calle, la gente
Viviendo sólo para encontrar la emoción
Escondiéndose, en algún lugar de la noche
No dejes de creer
Aferrarse a ese sentimiento
Luces de la calle, gente
No dejes de creer
Agarraos a ese sentimiento
Farolas, gente
No dejen de creer
Agarraos a ese sentimiento
Luces de la calle, gente
Y cuanta felicidad desprendes….la música fuente de unión, aprendizaje, disfrute….lo tiene todo!
Imposible no escuchar esta canción y pensar en todos vosotros cantando a pulmón!!!
Hola Marcos, estupendo este capitulo también. Tiene razón Ana os he imaginado las tres filas de asientos de la furgoneta cantando como locos. Esta vez no nos has hecho llorar de emoción, pero hemos disfrutado como siempre. Escribes muy bien. Un beso y hasta pronto
Pensaba que ya no coincidiríamos con más canciones, ¡mola seguir con la ilusión de las canciones y de tus relatos!