El año no había podido empezar mejor. Retomar una de mis actividades favoritas había supuesto una inyección de energía positiva y con esa inercia afrontaba la vuelta a mis quehaceres diarios.
Nada más volver comprobé, con gran satisfacción, que después de varios meses de espera nos habían ingresado una ayuda solicitada al ayuntamiento tiempo atrás. En la parte profesional conseguía reconducir un proyecto con un cliente que se había torcido y, aunque con algún golpe de chapa y pintura en la puerta del orgullo profesional, lograba mantenerlo.
No contento con esto, incluso tuve la oportunidad de atrapar un pensamiento que surgió inesperadamente en uno de los últimos descensos. Lo rumié bien durante unos días y aprovechando la tranquilidad reinante en casa, cuando los niños están en el cole, fui capaz de volver a sentarme frente al teclado. Tras un breve vistazo a la cadeneta de corazones que decora la parte superior derecha de la pared de mi mesa, a la foto con mis hermanos en Ámsterdam y al único reloj que hay en toda la casa y que en esos momentos marcaba las 12:28, mi mirada volvió a fijarse en la pantalla y practiqué de nuevo el salto a aguas desconocidas.
Cuando el viento sopla tan a tu favor, disfrutas de sus suaves caricias en el rostro, te dejas llevar e incluso cierras los ojos para sentir más intensamente, si es posible, esa sensación. El paisaje es precioso y estás dispuesto a afrontar cualquier cosa con una sonrisa. Es entonces cuando la vida, la misma que te lleva a toda velocidad y te hace gritar de felicidad, te pone delante un socavón que no ves venir y transforma el mismo grito de felicidad en uno de dolor y de rabia.
El martes por la noche la discusión en la mesa mientras cenábamos, venía provocada por no sé qué partido de la Premier que mis hijos querían ver. “He dicho que solamente la primera parte”. “Peroooo, es que está muy emocionante” respondían casi al unísono los dos mayores que cuando hacen frente común son temibles. “Me da igual, mañana hay cole”, y así se terminaba la conversación.
Tras conseguir dormir a las pequeñas, poner el lavavajillas, programar la lavadora para que comenzara en la franja de consumo más barata y hacer como que no veía el par de sartenes y la olla sin fregar que compartían la pila con dos o tres tazas con restos de Cola-cao, daba por finalizada la jornada.
El último momento del día, el primero de tranquilidad real, me dedicaba a ver videos de esquí con descensos imposibles y saltos estratosféricos y, como un zombie, pasaba pantallas imaginándome a mí mismo bajando esas mismas laderas. En mitad de un salto por un cortado de varios metros, un mensaje de texto interrumpió mi vuelo haciéndome perder el equilibrio para caer instantes después de una manera poco ortodoxa en el mundo real… menos mal que había un buen colchón de nieve.
“Se ha realizado un cargo en su tarjeta. Si no reconoce esta actividad, verifique inmediatamente: enlace”. Rápidamente llegaron otros dos mensajes informándome de que se estaba intentando acceder con mi usuario a mi perfil del banco. El golpazo de vuelta a la realidad me dejó un poco aturdido, pero conservaba cierto grado de consciencia. Como no me sonó demasiado bien, fui al ordenador, entre en mi perfil del banco y comprobé los movimientos de las tarjetas. Todo estaba en orden y parecía que no había habido ningún movimiento raro.
Con mi capacidad para olvidar las cosas que no me interesan, al día siguiente esos mensajes se habían sumergido en la sección de “Nebulosas”. Esa sección de la cabeza suele estar bastante llena. Ideas, pensamientos, extraescolares, quedadas de los niños con sus amigos, entrenamientos, recordatorios, canciones y hechos reales chocan entre sí en este apartado. Algunos, después de varios rebotes, consiguen salir de allí y son llevados a la práctica. Otros, magullados de tanto golpe, salen por la puerta de atrás y se convierten en cenizas que se funden con el cielo.
No sé por qué extraño motivo, ese mensaje había resistido los empujones de la rutina diaria y continuaba agazapado en la sección de “Nebulosas”. A última hora de la tarde, cuando Paula ya se había ido a trabajar y las pantallas encadenaban la libertad de los niños, lo que me daba cierta tranquilidad para avanzar en un proyecto en el que estaba trabajando, recibía una llamada al móvil del número de mi banco. Al otro lado de la línea una voz femenina, con dulce acento sudamericano, me informaba con un tono de urgencia, pero que a la vez era capaz de transmitir tranquilidad, que se acababan de detectar cinco transferencias desde mi cuenta a cuentas desconocidas y que si no las había hecho yo debíamos anularlas. El recuerdo del mensaje de la noche anterior salió zumbando de la sección de “Nebulosas” para entrar como una exhalación en la sección de “Peligro” donde la luz amarilla de alarma giraba iluminando media habitación y dejando a la vez la otra media a oscuras.
Lo que me contaba la amable señorita del teléfono, de repente encajaba perfectamente en los huecos vacíos de la historia que creaba en mi cabeza. “Malditos hijos del mal, soltad mi puto dinero”. Las primeras preguntas de mi interlocutora no hacían sino colocar las últimas piezas del puzzle y ya tenía la imagen completa. “¿Alguien que usted conozca ha podido robarle sus claves? ¿Ha notado algo raro en los últimos días?”
“No se preocupe que todavía estamos a tiempo de bloquear esas transferencias. Le estamos llamando porque esos movimientos nos parecían sospechosos y antes de autorizarlos siempre llamamos al cliente. Es importante que resolvamos esto lo antes posible porque si tardamos es posible que ya no se puedan anular y pierda usted todo su dinero”.
El tembleque de pies se aceleraba con cada argumento que escuchaba. Ese mismo tembleque empujó mi entendimiento al rincón de pensar y allí permaneció mientras miraba a la pared castigado durante un buen rato.
Yo, seguía las instrucciones confiado y avanzaba en el proceso para recuperar el dinero. En un momento dado, la mujer me comentó que tenía que hacer un Hal Cash. “En la parte superior derecha de la pantalla verá esta opción, pulse y yo le voy a ayudar a terminar el proceso para asegurarnos que hemos conseguido bloquear esas transferencias fraudulentas”. Desconocía este servicio de mi banco y al leer de qué se trataba, mi entendimiento protestó desde su rincón. “¿Me está diciendo que tengo que hacer una transferencia desde mi cuenta a mi propio móvil para recogerla después en un cajero externo?” pregunté con extrañeza. Mi entendimiento recuperó algo de sus fuerzas y dejó de mirar a la pared para empezar a hacerme señas con los brazos para captar mi atención. Fue en ese momento cuando la dulce señorita soltó todo su arsenal: “Veo que está usted dudando, es normal, pero si no actuamos con premura, las transferencias se van a hacer efectivas y ya no vamos a poder hacer nada”. Esas palabras, junto con el tembleque de piernas que se había acelerado, mandaron de nuevo a mi entendimiento al rincón de pensar y sin rechistar.
El siguiente paso era crucial. Con mi entendimiento atado de pies y de manos en el rincón oscuro, tratando de zafarse de los finos lazos que se fortalecían con cada frase que me llegaba del otro lado del teléfono, me abandoné a mi suerte e hice la primera operación proporcionándoles el código que me acababan de enviar para hacer la misma.
Entre medias, los niños que veían como su padre expulsaba fuego por los ojos, me preguntaban intranquilos qué pasaba y por qué no hacía la cena. “¡Unai!, ordené con el tono que ellos conocen y que no deja lugar a dudas o excusas. “¡Fríe los filetes, ¡Ibón, pon la mesa!
Ese pequeño contacto con la rutina hizo que abriera los ojos. “Ahora Señor Marcos, tenemos que volver a repetir la operación cuatro veces más”. En ese momento, mi entendimiento, iluminado por unos simples filetes de lomo, consiguió liberarse y reventando ocupó toda la habitación. “Que tengo que hacer, ¿qué? No tengo tanto dinero en esa cuenta como para repetir esta misma operación cuatro veces más”. Su pregunta se convirtió en la respuesta que estaba esperando y que tenía que haber encontrado mucho antes: “¿Cuánto dinero tiene usted?”
“Entiendo que, si me llama del banco y he confirmado mis datos para identificarme, usted debería poder ver el saldo de mi cuenta”. Era mi entendimiento el que hablaba, libre ya de todas las mentiras, explotando de rabia. “Mire, lo vamos a dejar aquí porque todo esto no me está gustando nada, no me estoy fiando nada de lo que me dice así que voy a llamar yo directamente al banco para aclararlo todo”.
En cuanto colgué supe que acababa de perder el dinero y desde ese día hasta hoy mismo, la pregunta que más se ha repetido en mi cabeza ha sido: ¿Cómo eres tan gilipollas? Cada vez que repaso mentalmente la llamada no hay momento que no encuentre otro indicio que debería haberme hecho sospechar y haber cortado la llamada. De esta manera, la pregunta, formulada de mil maneras diferentes, siempre ronda la misma idea. Pardillo, gilipollas, tonto, alelado, bobo, zopenco, idiota, empanado, mentecato… todo eso me lo he repetido toda la semana así que, por favor os pido, no seáis muy duros conmigo.
Y ahora os dejo, porque me tengo que ir al banco a pedir el extracto del movimiento para poder ir a la Guardia Civil a poner la denuncia con la que podré presentar la reclamación pertinente en el banco, con nulas esperanzas de recuperar ese dinero y con la lección bien aprendida.
Después de unas horas, recupero el hilo donde lo dejé. Tras la visita al banco, una idea se me quedó pegada en la espalda como buen inocente que soy: mal de muchos, consuelo de tontos.
Nana Cruel
Dos motivos me han llevado a contar esta, en cierto modo, humillante historia. El primero, más práctico, es para dar aviso y poner en guardia a todos los que por una razón u otra me leéis. Si alguien me hubiera contado esta historia, lo primero, habría dudado de las capacidades del afectado, y segundo, probablemente me hubieran saltado las alarmas al ser yo, el afectado, corto de entendederas. Así que, como decía el viejo alcalde: ¡Al loro!
El segundo motivo me sirve más como desahogo y como nexo de unión con la canción de hoy. Hace tiempo que decidí dejar de ver la tele y en especial los informativos porque lo que veía día a día minaba poco a poco mi sensibilidad. De vez en cuando, veía alguno, más que nada para conciliar el sueño en esos escasos 20 minutos de descanso después de comer que me proporcionan la energía suficiente para aguantar toda la tarde y la noche al ritmo que marcan los niños. Uno de esos días coincidió que mi hijo mayor ya había vuelto del instituto y compartíamos mesa mientras veíamos la tele. Las noticias que se desparramaban por la pantalla eran cada vez más tristes, grotescas, feas y desagradables. En esos momentos el instinto paterno saltó y me hizo apagar la caja de mierda como medida de protección para mis hijos. Por el momento no la he vuelto a encender.
Soy consciente de que la estrategia del avestruz no suele ser muy recomendable, pero por el momento es lo que hay. De la misma manera, soy plenamente consciente del mundo en el que vivimos y sé que está lleno de monstruos, que solo hay gente que te compra y que te vende, que te odia y que te miente, que te roba, que te mata, que te viola y que no siente nada.
Una vez más ha tenido que ser el poeta de Plasencia el que actuara como hilo conductor de esta historia. Sus canciones me permiten siempre descubrir nuevos paisajes o paisajes ya conocidos, pero vistos con otra perspectiva, y la rabia y el dolor con los que interpreta esta me recuerdan mucho a los que yo sentía después de verme estafado, así que la selección ha sido rápida.
Sí, ya lo sé, este mundo es duro, nadie te va a regalar nada y hay que luchar sin descanso por conseguir lo que quieres. No importa a quien tengas que pisar o cuanto tengas que conceder, lo importante es llegar lo más alto posible. Sé que ese mundo existe, sé que está ahí esperando a que tropecemos para desvalijarnos o directamente nos apunta con una navaja, sé que no te puedes fiar de nadie ni pensar que estas a salvo de la maldad, sé que hay que ser prudente y sé que hay que tener mil ojos en todo.
Y como sé que existe, procuro alejarme lo más posible. Me niego a que mis hijos crezcan viendo violaciones en manada, trata de personas, violencia de género, guerras, corrupción, muertos o divorcios de famosetes.
Sé que hay otro mundo, mucho más pequeño en el que sí que tengo capacidad de influir. Ese mundo está en construcción y procuro poner cada día un ladrillo nuevo y plantar un árbol frutal que me alegre la vista y pueda llenar la tripa de mi familia un día no muy lejano. Tendré que darles buenas herramientas para que puedan protegerse de todos esos monstruos que deambulan por la vida, que sepan identificarlos y mantenerlos lejos. Pero me niego a enseñarles a no fiarse de la gente, me niego a dejar de hacer cosas por el “qué dirán”, me niego a que vivan paralizados por el miedo. Así que, efectivamente me han robado, me han mentido y me han engañado, pero no pienso dejar de seguir construyendo este pequeño jardín con la ayuda de todo el que pase cerca, quiera echar una mano para aportar y, sobre todo, quiera disfrutar de las vistas.
No deseo nada malo a las personas que me han hecho esto. Sinceramente quiero pensar que ese dinero, que tanto me había costado conseguir, va a servir para pagar una buena educación para los hijos de esta canalla y que estos hijos, algún día, conseguirán ser mejores personas que su (puta) madre.
Duérmete
Que ya estás a salvo de todo
El Sol se ha ido entusiasmado
Le ha salido bien
Este atardecer
Duérmete
Que te voy a cantar
Una nana tan cruel
Como la realidad:
Érase una vez
Una humanidad
Yo que, yo que pensaba…
Yo que creía firmemente en el amor
Hoy ya sé que no, que ya no importa
Y que a la vida hay que buscarle otra razón
Y busco en los colores del atardecer
Y no la encuentro
Yo que pasaba las noches en negociación…
Yo, que te espero
Yo, que hice cada segundo otro mundo mejor…
Yo, que te espero
Yo, que velaba las noches enteras…
Yo que, yo que querría poder contarte
Que ahí afuera está la vida y solo hay gente
Que quisiera comprenderte
Y abrazarte y alegrarte
Y ayudarte siempre
Yo, que estudié al ser humano, te digo
Que no
Que ya nada espero
Yo, que intenté comprender sus motivos…
Que no
Que ya nada espero
Yo, que quisiera encontrarme contigo…
Yo que, yo que pensaba…
Yo que creí firmemente en el amor…
No
Hoy ya sé que no, que ya no importa
Y que a la vida hay que buscarle otra razón
Y busco en los colores del atardecer
Y no la encuentro
Duerme, que ahí afuera
Solo hay monstruos, solo hay gente
Que te compra y que te vende
Que te odia y que te miente
Que roba, que te mata
Que te viola y que no siente nada
Duérmete, que ya se ha ido el Sol
Que tenía que hacer, dijo, y se marchó
Y prometió volver al amanecer
¡Qué sorpresa! ¡Qué alegría! ¡Qué emoción!
Marcos, la vida te devuelve lo que das. Los que siembran cardos no recogerán fresas.
Empieza a escribir una novela…eres premio Planeta o del planeta…
Estoy contigo en el jardín de la confianza lejos del miedo
«La mala costumbre de tomar al bueno por tonto sólo contribuye a llenar el mundo de hijos de p…»
Pues sí, Marquetes, esa gentuza (y, por desgracia, otra mucha peor) anda por ahí suelta; a much@s nos la han liado alguna vez, y a otr@s nos la pueden liar cualquier día de éstos por muy list@s que nos creamos, porque l@s mal@s tienen una ventaja a priori, y es que cuentan con la buena fe de l@s que no somos como ell@s. En las ocasiones en que me he sentido engañado (y te aseguro que me ha pasado), lo que ha calmado mi orgullo herido ha sido la rapidez y convicción de mi respuesta a esta pregunta: ¿te cambiarías por ell@s? Aprendamos, pero no cambiemos en lo esencial, porque los profundamente equivocados no somos nosotr@s.
En cualquier caso, enésima lección de valentía por tu parte y «otratantésima» sesión de terapia colectiva para este afortunado grupo. ¡Un abrazo fuerte!
¡Hasta la victoria, siempre! 💪🏻🤩
Que faena… pero siempre va a haber gente mala. Tu todas las noches duermes con la conciencia tranquila, eres un ejemplo para tu familia y tus amigos, ellos no.
Eso sí, duermo como un tronco!!!